Parecía estar desfalleciendo cuando se acercó a su oído. "No sufras más" le dijo y entre aquellas sabanas de invierno enterraron los deseos de perder, las ganas de sufrir por algo que sencillamente nunca valió la pena. Y cuando a fin pareció ver aquella luz recordó grandes verdades, verdades como que "Somos una generación de hombres criados por mujeres, preguntandonos si es una mujer lo que realmente necesitamos", verdades como que en Titanic, Di Caprio también entraba en aquella tabla, que los coches no corren tanto como en las películas, ni las camareras son tan fáciles de conquistar. Que no siempre por muy mal que vaya todo, el final es feliz, que no hay banquetes ni perdices, ni fuegos artificiales, ni palabras mágicas para desaparecer cuando piensas "Tierra, trágame". Que no existen princesas, que tu no lo eres ni lo serás nunca, que nunca vestirás de seda ni tendrás una boda como la de la Duquesa, ni siquiera esa boda intima a la orilla de un lago, que desde pequeña tienes la ilusión de conseguir. Que los hijos no son tan perfectos como debieran, y que no somos la mitad de lo que deberíamos ser con lo que nos han dado.
Y entonces, en medio de estás verdades tan obvias, surgió la mayor mentira de la todas, y durante unas horas me dediqué a sudar sangre en sus costuras, intentando derretir su esencia y que no volviera más. Pero su impunidad la hizo inmune, y cada mañana se deslumbra al encender la luz de mi cuarto, como activada por el despertador, y yo solo espero a que algún día, sin aviso previo, desaparezca para siempre, y se lleve con ella toda la chatarra que guardó en mi pecho, cuando decidió usarlo de trastero.
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